Una de las cosas que aprenden rápido los niños cuando empiezan a distinguir entre lo que se puede hacer y lo que no, es a mentir. Porque no sólo nos ponen a prueba, sino que también aprenden que si no hacen lo que deben y ponen una excusa o mienten directamente, puede que tengan una posibilidad de salir indemnes del asunto. Luego, según van creciendo, van descubriendo que mentir, la mayoría de las veces es contraproducente para sus intereses. Es un síntoma de madurez, de responsabilidad, de ser verdaderamente un adulto (en sentido psicológico).
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Pero, aunque estos comportamientos son lo más frecuente, también hay casos en los el uso de la mentira no desaparece e incluso se llega a unos niveles bárbaros que casi siempre resultan absolutamente ridículos.
Cuando te cruzas con una persona que miente descaradamente puedes pensar muchas cosas, pero lo que siempre resulta es un comportamiento ridículo e infantil. Un adulto que miente así no es realmente un adulto, bien porque no ha querido dejar de ser niño, bien porque no ha podido dejar de serlo, pero en cualquier caso, se trata de un caso claro de inmadurez.
En el momento que maduramos y asumimos la responsabilidad de nuestros actos, simplemente no necesitamos mentir. En nuestras relaciones cotidianas con otras personas, lo que aparece después de la mentira es la confianza en la capacidad del otro, el conocimiento de hasta dónde puedo llegar y de qué ocupaciones me puedo hacer cargo y de cuales no.
Estoy seguro de que el 99% de los que me aguantáis y estáis leyendo esto sois personas maduras que sólo utilizan la mentira en contadas ocasiones y que además generan sentimientos de culpa, pero para los que no, haced una prueba, pasad una semana sin mentir y después examinad los resultados!
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